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Channel: Enrique del Risco – Belascoaín y Neptuno
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Inventario

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La bandera que me hizo mi hijo… sin que yo se lo pidiera. Imperfecta, descolorida, entrañable, con piezas que le faltan, como Cuba misma.

Este ha sido un año inusual. Y eso también es aplicable a los aconteceres en Belascoaín y Neptuno. En 2020, sólo había publicado una entrada (en enero, ¡¿se acuerdan de enero de 2020?!). El motivo es sencillo: en poco más de una década de mantener este cajón de sastre al cual vienen a parar mis ideas de “La cosa cubana” me he tomado algunos descansos para evitar repetirme y, también, porque es más fácil no pensar en Cuba. Es más fácil no escribir de Cuba. Duele menos. (Me perdonan el pathos. No olvidemos que aquí y ahora se habla de aquella isla y su maldita circunstancia).

La familia, la amistad, la escritura, la traducción, el humor, el salón de clases, a veces la guitarra, el bálsamo de la rima, el alarido en las redes sociales (que puede ser el proverbial grito en el bosque que nadie escuchó) y cualquier otra artimaña que ahora omito suelen servirme de aliciente. Porque la verdad es que, cada día más, a mí Cuba me descorazona. Me escapé de su dictadura hace más de 20 años pues ya no podía imaginar mi vida en aquella prisión con forma de caimán dormido. Y al repasar a vuelapluma lo que he escrito en esas 1546 entradas que han aparecido en estos lares desde febrero de 2008 me desconsuela comprobar que el cuartico está igualito. Pero eso no es del todo preciso: hay ciertos destellos —como ese despertar cívico que se anuncia en el Movimiento San Isidro— que me invitan a creer en la posibilidad de una Cuba en la que disentir de la ideología del gobierno no constituya un crimen, una Cuba en la que el régimen no inste a la población a esa mancha en el expediente nacional que son los actos de repudio, una Cuba de la que la juventud no se fugue —en balsas improvisadas, en camiones, en avión (ya sea en cabina o el tren de aterrizaje), en cajas de DHL—, una Cuba en la que envejecer y envilecer no sean sinónimos, una Cuba en la que no tengamos rehenes sino familia, una Cuba a la que no tenga que decirle a mi hijo que no vaya cuando llegue a la adultez y quiera entender por qué su padre —después de más de dos décadas de exilio— todavía no soporta que un comensal le deje comida en el plato.  

Eso de no pensar en Cuba es una boutade. Y, se entiende, una imposibilidad. Para no ir más lejos, este año escolar lo comencé con la lectura de 50 lecciones de exilio y desexilio —ese gran libro de Gustavo Pérez Firmat del cual escribiré en el futuro— y traje (gracias a Zoom) al autor a conversar con mis estudiantes. En el mismo espíritu, el próximo semestre veremos En un rincón del alma, el documental que Jorge Dalton hiciera sobre Eliseo Diego, alias “Lichi”. También nos visitará Enrique Del Risco, para hablarnos de esa exquisitez suya que es Turcos en la niebla, o de lo que se le ocurra.  

No todo es Cuba, obvio. Entre octubre y diciembre pasaron por mi salón de clases virtual varias autoras conectadas a la antología Escritorxs salvajesMelanie Márquez Adams, Teresa Dovalpage, Dainerys Machado Vento, Violeta Orozco, Anjanette Delgado— cuyos textos habíamos leído, disfrutado y comentado con antelación. Todas nos dejaron momentos memorables. Y cada una merece una oda y mi gratitud infinita por su obra y por venir a inspirar a mis estudiantes. Pero, en la premura, destaco un instante que me retrata y capta, como un bolero, lo que siento por aquella tierra de la que huyeron estas plantas. Durante la visita de Machado Vento —que vino a hablarnos de ese gran libro que es Las noventa Habanas (del cual también escribiré más adelante), así como de algunos ensayos y entrevistas al margen—, mientras dialogábamos de nuestras respectivas Habanas y sus tantos puntos de contacto y la autora respondía a las preguntas de mis estudiantes, le recordé a mi clase que «del mismo modo que el dolor por Cuba es crónico, la esperanza es cíclica». (Una vez más, perdonen el pathos).

Y ese ciclo de la esperanza se reactivó el 30 de noviembre. Desde entonces, publiqué a diario y el saldo nos deja: 29 décimas, un soneto, un comentario sobre Rompan todo —la serie de Netflix a la que le debo un texto más extenso—, una noticia falsa en el día de los inocentes, un compendio de inocentadas y esta explicación que nadie ha pedido. Para ponerlo en perspectiva: publiqué más posts en esta treintena de días que entre los años 2015 y 2019 (que acumularon, entre todos, un total de 25 entradas).

Ignoro cuánto me dure el impulso. No sé hasta cuándo sea sostenible esta doble vida en la que tengo los pies en Nueva Jersey y la expectativa en Cuba. Sólo sé  —con los sofistas— que jamás, en la vida en el éter de este blog, había escrito una entrada diaria durante todo un mes. Ya veremos qué nos depara el futuro. 

A quienes me conocían y regresaron a estos predios que también son suyos, a quienes me visitaron por primera vez, a quienes me leyeron a escondidas (en el trabajo, ¡en Cuba!), a quienes compartieron mis textos en las redes, a quienes me leen en la isla, a quienes me leen en cualquier confín inimaginable del planeta desde el cual viven su Cuba propia, a quienes dejaron un comentario, a quienes se abstuvieron de comentar, a quienes se reconocen en algo de lo que he revelado en esta bitácora, a quienes pasan por este blog ante la imposibilidad de caminar por Belascoaín y Neptuno, aquella entrañable —para mí— esquina habanera: ¡gracias!

En el 2021 que se nos viene encima, les deseo salud y prosperidad, que belleza sobra. 

¡Feliz año nuevo!


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