Me complace anunciar al electorado que ya está disponible en Amazon un texto entrañable de autor ídem: Siempre nos quedará Madrid, libro de memorias en el que Enrique del Risco relata sus venturas, aventuras y desventuras de emigrante en la España de mediados de los años noventa, desde los preparativos de la salida en su Cuba natal, hasta el momento en que deja la capital española para embarcarse camino a los Estados Unidos. Siempre nos quedará Madrid ha sido publicado por Sudaquia Editores, radicada en la ciudad de Nueva York. Aquí, aquí, aquí y aquí pueden leer algunos adelantos del libro, cuya portada incluye un fragmento de una obra al óleo del artista Geandy Pavón.
Para mí salir del aeropuerto de Barajas aquella mañana era como salir de la caverna del griego. Como pasar de la oscuridad del cine al sol del mediodía. De una película silente en blanco y negro a otra en colores. Ya sospechaba de la existencia de los colores, pero hay una distancia esencial entre la sospecha y el saber, más o menos la misma que separa a los que permanecen en la cueva y los que salen. Yo iba dispuesto a dejarme encantar. No todos los días se viene al mundo por primera vez.
Llegar a España fue una revelación para Del Risco, del mismo modo que leer su obra es siempre una grata sorpresa para mí. Y no debería sorprenderme, a fuerza de tanto conocer al escritor y al amigo. Pero lo sigue haciendo. En esta ocasión —como en otras— tuve el privilegio de leer el texto en la fase de manuscrito. No hay nada como el olor y la textura del pan recién horneado. De ahí que redactara la siguiente nota que —para mi alegría— figura en la contraportada:
Fugarse de la isla es un reflejo innato de la mayoría de los cubanos. Subsistir fuera del terruño natal es una habilidad que los fugitivos adquirirán sobre la marcha. El arte de narrar esas peripecias con la dosis exacta de humor y melancolía es un don raro. Siempre nos quedará Madrid lo usa para lograr un imposible: que el lector ría con la nostalgia ajena.
Decir más sería extenderme en vano. Los dejo con un fragmento del libro, cortesía que agradezco al autor y la editorial.
Para la depresión teníamos otro antídoto: el bar “Los Caracoles” de Amadeo. A Cleo el alcohol no le interesa más allá del vino en las comidas, pero aquel sitio era mucho más que un bar. Era un sanatorio de almas. (El bar estaba situado frente a la plaza de Cascorro que debía su nombre a Eloy Gonzalo, llamado el Héroe de Cascorro por haberle prendido fuego a una posición insurrecta en la guerra de Cuba durante el sitio a un pueblo de ese nombre. Allí estaba erguido en bronce, frente al bar con su lata de petróleo bajo un brazo y el fusil en la otra mano. La plaza de Cascorro y la de Vara del Rey, otro héroe de la misma guerra a menos de cien metros de distancia. No es difícil imaginar cien años atrás todo el barrio discutiendo a gritos las noticias que llegaban de Cuba, viviendo aquella guerra con más apasionamiento que sus propias vidas. Y lo difícil que fue ser cubano en ese barrio por aquellos días). Al bar nos llevó Ana por primera vez anunciando al dueño, Amadeo, como un tabernero pintoresco, una especie de poeta silvestre al que le gustaba declamar versos mientras servía los tragos. A la larga resultó bastante más que eso. La segunda vez ―era domingo por la tarde y el bar estaba bastante lleno― habló poco, aunque a ratos dejaba entrever chispazos de lo que descubriríamos después. Por supuesto que no íbamos sólo por la conversación. El vino era ligero y la cerveza ni más ni menos buena que la de cualquier bar de barrio. Pero los chorizos cocidos en la hervidura de los caracoles que daban nombre al bar compartían con Amadeo esa cualidad de delicia brusca que nos fue creando vicio. Al principio los precios vistos desde nuestro presupuesto de vinos envasados en cajas de cartón nos parecieron caros. A medida que nos fuimos convirtiendo en clientes habituales y nos fue tomando confianza ―no la confianza ligera que compartía con casi todo el que entrara en el bar sino una más sutil y morosa―, la cuenta por consumir más o menos las mismas cosas se iba reduciendo en proporción inversa a los monólogos que nos dedicaba.
No se puede decir que Amadeo fuera un gran conversador pues aunque de verbo fácil le faltaba esa otra mitad que es la disposición a escuchar. Tampoco hacía falta. La locuacidad que se le despertaba sobre todo entre semana. Cuando en el bar apenas quedaban tres o cuatro clientes ―como lo pudimos comprobar a fuerza de visitarlo una y otra vez― no necesitaba de otro estímulo que el asentimiento y la sonrisa. Siempre que su interlocutor pareciera lo suficientemente interesado desenvolvía sus temas obsesivos: la falta de amor entre las personas y las virtudes redentoras de este; el egoísmo y la falta de comunicación en la vida moderna; el sentido profundo y material de ciertas palabras (“hacinados estamos en la ciudad. El origen de esa palabra, ‘hacinar’, viene de ‘haz’ que como bien debes saber son esos atados de cáñamos que se ponen a secar junto a la estufa. Pues así apretados como cáñamos vivimos en este mundo moderno sin espacio para movernos con libertad”); la importancia de acercarnos a la naturaleza; y la de disfrutar los placeres sencillos de la vida, de aprovechar cada instante y aprender a ser libres. Nada que no aparezca en cualquier libro de autoayuda o en boca de un gurú graduado en un curso on line. Era el ímpetu con que apretaba el puño mientras hablaba, el brillo de sus ojillos azules enmarcado por cejas de pelos largos y desorientados, la cara enrojecida por la emoción y la dicción precisa y exaltada lo que hacía pensar a todo el que lo oyera que esas palabras repetidas una y otra vez iban dirigidas al sitio menos expuesto del espíritu, como linterna que señala una butaca desocupada en el cine.
“Vamos a ver a Amadeo”, me decía Cleo cuando terminábamos de comer en el apartamento de Carlos Arniches y lo tomaba como una señal de aviso de que necesitaba zafarse de algo que la oprimía. Ya teníamos televisor (un aparato diminuto que nos había prestado la amiga de Santander y al que se le sintonizaban los canales como se busca una estación en el radio o la combinación correcta en una caja de caudales), pero el aparato era incapaz de resistir la competencia de Amadeo, de insuflarnos el ánimo que el tabernero nos comunicaba con sus palabras, chorizos y vinos.
Con el tiempo descubrimos cuánto de ficción tenía la autenticidad de Amadeo. Supimos, por ejemplo, que las evocaciones de Amadeo de la vida en el campo tenían más de medio siglo de añejo: a los diez años se había mudado a la ciudad para trabajar tras el mismo mostrador en el que lo habíamos encontrado. Eso explicaba que volviese una y otra vez a la sensación de pisar la tierra recién regada con los pies descalzos con una exaltación que nunca tendrá el que debe hacer eso el resto de su vida. Todas esas imágenes con las que enriquecía su vida tras el mostrador eran una manera de decirnos que lo auténtico no es andar desnudo sino buscar la ropa que mejor te acoteje sin falsear del todo quien eres. Y Amadeo era ante todo un viejo que no se resignaba a que su vida se redujese a despachar cervezas y pinchos.
“Vamos a ver a Amadeo”, le digo a cualquier amigo cada vez que viajo a Madrid y siempre terminan agradeciéndomelo. Sobre todo los abstemios que, sin las distracciones del vino, disfrutan mejor la perorata del viejo. Su cuerpo aunque robusto se le ha ido aflojando con el tiempo y la cojera es ahora más pronunciada. Muchas veces no lo encuentro tras el mostrador y es Maritza, la hija que se ha ido haciendo cargo del bar, quien lo manda a buscar. Y aparece Amadeo sonriente sirviéndome un poco de caldo de caracoles y una cestita de pan del que alaba sus poderes elementales mientras el vino aparece y desaparece en mi vaso. “Tú sabes que algún día Amadeo ya no va a estar ahí”, me dijo una vez alguien alarmado por mi insistencia y le expliqué que por eso mismo trato de verlo cada vez que visito la ciudad. Porque sé que Amadeo no es eterno aunque él y su conversación lo parezcan.
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